Café y aspirinas, agua y un pequeño panecillo de
queso. Ya sabe que precisamente no se trata de una dieta demasiado equilibrada.
Pero no ha podido tomar nada más.
Pasada la medianoche la despertó su propio llanto. Y
no se ha dormido hasta el amanecer. Una hora. Nada más. No ha descansado.
Ahora ya no puede llorar porque no le quedan
lágrimas siente un nudo en la garganta que la ahoga. Le duele la mandíbula. Le
duelen los ojos. Tiene los párpados hinchados y siente que la cabeza le pesa. Piensa
a cámara lenta.
Se durmió rápido. Estaba muy cansada. Pero le sucedió de nuevo. Volvió a soñar con todo aquello. Volvió a sentir que algo le arrancaba
el corazón, se lo desgarraba.
Creía que lo había conseguido pero se engañaba.
Dejó su hogar rumbo a un lugar en el que empezar de
nuevo. Viajó ligera de equipaje. Sin libros, casi sin ropa. Pero con lo que no
contó fue que en un rincón de la maleta, entre las blusas y los pantalones,
había colocado también sus fantasmas, sus traumas, su dolor.
Por mucho que los autores de libros de autoayuda
afirmasen que si te enfrentas a lo que te causa dolor y solucionas los
conflictos te sientes más fuerte, en su caso no funcionaba.
Terapia, antidepresivos, meditación, cientos de
ejercicios de relajación y autocontrol… Nada se había revelado efectivo. Nada.
Cuando tomó la decisión de marcharse y empezar de
nuevo, los fantasmas y el dolor le dieron una tregua y redujeron su intensidad
hasta que pensó que habían desaparecido.
Se convenció de que todo iría bien. Podría sentirse
libre, podría estar tranquila. Tomaría el control de sus decisiones. Nada ni
nadie la haría llorar. Nadie la haría sentir vulnerable.
Pero descubrió que no era así la tarde anterior.
Fue una palabra pronunciada sin maldad, una palabra dicha con buena intención, una palabra que provocó que sus defensas, que creía solidas como un muro de contención, se rebelaron como débiles cañitas de una empalizada más débil aun.
Pudo escuchar como la empalizada se quebró quedando su corazón al descubierto.
Trató de no hacer caso, trató de no prestar
atención. Trató de ignorar las señales. Y lo consiguió. O al menos eso fue lo
que pensó.
Hasta que en mitad de la madrugada, su propio llanto
la despertó. Un llanto profundo, casi sin sonido. Lágrimas calientes que caían
por sus mejillas hasta su cuello. Le faltaba el aire. Salió más por instinto
que con habilidad de aquel estado a medio camino entre el sueño y la
desesperación.
Logró salir del laberinto en el que se habían
convertido las sábanas y se sentó en la cama, cubriéndose el rostro con las
manos y llorando como si no hubiese un mañana.
El amanecer la sorprendió rendida, sin fuerza, sin
lágrimas, agotada, triste.
Se despertó una hora después y decidió que no se
rendiría. Que seguiría con sus planes. Y a pesar de que no tenía energía ni
fuerzas, encontró un locutorio, se conectó a internet y entró en su cuenta de
correo. Solo echó un vistazo. No abrió, ni respondió documento alguno.
Luego continuó con su plan y encontró la dirección
de la biblioteca pública más cercana. El paraíso.
Libros… de todos los tamaños, colores, formatos…nuevos,
desgastados, usados.
Libros. Puertas abiertas a viajes maravillosos. Poesía,
teatro, historia, ciencia, geografía, ensayos, relatos, novelas… realidad,
ficción…ficción casi real, realidad que supera la ficción…
Libros. Lo único que necesitaba y añoraba. Lo único
que podía calmar su dolor. Lo único que la haría evadirse. Más poderosos que cualquier
fármaco.
Libros. Guardianes de secretos, ideas, ternuras,
amores, sentimientos.
Libros la demostración más clara de que la pluma es
más poderosa que la espada.
Pasaría el fin de semana tranquila. Tal vez
empezaría a escribir en su Cuaderno En Blanco.
El lunes la vida se abrirá paso de nuevo.
No será sencillo. Pero no se rendiría. Nunca. Es el
junco. Siempre será el junco.
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Gracias a todos por vuestra lectura y comentarios,
Leer y leer. El remedio para todo. La mejor medicina.
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