Después de la cena ha bajado a acostarse. No está
cansada ni tiene sueño pero necesita estar sola.
Ha seguido las conversaciones
en el comedor sin prestar atención. Aunque intentaba seguir el hilo de las
palabras, de las risas, de las preguntas sin quererlo su mente estaba lejos,
muy lejos de allí.
Cuando Inés y Matteo le han preguntado si estaba
bien ha improvisado la respuesta. Le dolía la cabeza. Seguramente es cosa del
tiempo, se ha resfriado.
Inés le ha preparado una infusión y le ha dado una
aspirina. Después de tomársela se ha retirado a descansar.
Ahora está en la terraza, con una manta sobre los
hombros porque ha refrescado. La noche es clara y agradable. Aunque algún
vecino escucha la televisión a un volumen un tanto alto la ciudad está en
relativa calma.
Se ha sentado a mirar el cielo, las estrellas. En
momentos como este recuerda lo mucho que le hubiese gustado aprender a leer el
cielo.
Solo sabe buscar a Venús. Y evidentemente la luna.
Le gusta la luna. Le gusta contemplarla. Prestar
atención a sus ciclos. Contemplar como desaparece, reaparece lentamente y se convierte
en un disco brillante y hermoso.
Ninguna de las metáforas, de los adjetivos, de los
versos, de las frases escritas y pronunciadas sobre la luna describen la magia
que desprende aquel satélite.
No le importa que sea una masa compacta suspendida
en el espacio que refleja la luz…no le importa en absoluto. La encuentra
hermosa y fascinante. Eso no cambiará nunca. No sabe leer el cielo pero conoce
a la Luna y Venús y eso para ella es suficiente.
Está perdida en sus pensamientos, contemplando el
cielo, cuando una voz la hace volver a la realidad.
Es él, que ha bajado para comprobar si se encuentra
bien.
Se disculpa. En realidad la hubiese dejar tranquila
pero Inés le envía y cuando Inés da una orden…Ella sonríe…le comprende. Puede
decirle a Inés que está bien que solo es un resfriado.
Pero él parece que no tiene intención de irse.
Se ha sentado a su lado y ahora está en silencio,
mirando al cielo, a las estrellas.
No le ve porque está oscuro pero intuye su sonrisa.
Le cuenta que cuando era niño pasaba los fines de
semana participando en actividades diversas con un grupo excursionista.
Sus padres le inscribieron porque de esa forma le
obligaban a respirar aire puro y a tener contacto con otros niños. Si hubiese
dependido de él, no habría salido de casa, de su habitación. Pasaba el tiempo
leyendo, estudiando, dibujando.
Lo único que aprendió en aquellas salidas con el
grupo fue a distinguir alguna estrella y a hacer fuego sin cerillas ni mechero.
Y sin que ella se lo pida empieza a leer en voz alta
el mapa del cielo.
A ella se le dispara el corazón. Nunca había
escuchado como suena su voz sin tensión, cuando está relajado. Incluso su
cuerpo está relajado.
Lo cierto es que no le importa lo más minimo lo que
le cuenta sobre estrellas, constelaciones y demás. Lo cierto es que no quiere
que deje de hablar.
Pero como si le hubiese leído el pensamiento, él se
detiene y le pide excusas. Habla demasiado.
Y ella está a punto de decirle que “no pares de
hablar, no te detengas, sigue. Me encanta como suena tu voz. Es una sensación
maravillosa. Me relaja, es como flotar. Te escucho y nada importa.” Él se da la
vuelta y se sienta de nuevo.
Si mañana no tiene nada importante que hacer
¿querría acompañarle a elegir unos muebles para Alicia? Ha pensado en cambiar
la habitación, pintarla con los colores preferidos de la niña…
Le responde que sí, claro que le acompañará. Será
divertido. Es una buena idea.
Casi le ha oído suspirar cuando ella ha aceptado.
Se levantan al mismo tiempo de las sillas y con el
impulso tropiezan. Él la sujeta para que no se caiga. Es un segundo.
Suficiente.
Ha visto ternura en sus ojos. No es tan duro ni tan serio. Es tan
vulnerable como ella.
Le cede el paso y ella entra primero en el salón. Se
desean buenas noches y cada uno entra en su habitación.
Cuando se acuesta y apaga la luz de la mesilla de noche sabe
que no podrá dormir. Pero esta vez no le importa. Y sonríe.
Blanca Fernández
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